César Seco | La cabeza suficiente y alucinada de Juan Sánchez Peláez






Somos del linaje oscuro que hacia lo claro viene
Hölderlin

1

Tocamos. El tono sureño de una voz de mujer vino del fondo de la casa. ¿Quién? Nada más entreabrir la puerta se dio vuelta hacia adentro y dijo: -Juan, son los muchachos-. Habíamos llamado con antelación y acordamos vernos no más allá de la seis de la tarde, pero un imprevisto en el metro nos retardó. Eran ya pasadas las siete y ahí estábamos esperando verlo. Se trataba de un poeta de verdad y estaba a punto de conocerlo personalmente, me decía. Me acompañaban Benito Mieses, Stephen Marsh Planchardt y Hermes Vargas, amigos poetas, quienes cedieron gentilmente a mis constantes ruegos cada vez que iba a Caracas. Luego, ya adentro, supe que quien vino a recibirnos era la mujer que lo había transfigurado y había dejado que la poesía hiciera el resto, Malena. Ella nos pidió esperar un instante y volvió al fondo de la casa. Escuchamos voces y luego más nada. Uno de nosotros dijo: -Ojalá pueda recibirnos-. El espeso silencio de la espera se echó cual celoso animal a nuestros pies. No sé por qué, pero tenía la convicción de que nos recibiría y en efecto, su mujer regresó, delicada y amable nos abrió la puerta, seguidamente pasamos a una pequeña sala amueblada con sencillez y de cuyas paredes pendían unas pocas obras de arte de renombrados artistas, en su mayoría surrealistas. En un segundo, el ruido contumaz de la ciudad se apagó en mis oídos y sentí como si atravesara un espejo y posara mis pies en un recinto acogedor, sin más avío que mi timidez provinciana.

El poeta estaba sentado al final de la casa, en un estar que viniendo del corredor daba al patio. Campaneaba un whisky en compañía de un joven que me pareció excesivamente snob, que inhalaba  de su pipa una aromática picadura que parecía ir entre todo alrededor: altos árboles, cántico de pájaros y un delgado hilo de agua que bajaba del Ávila y sobrevivía a la devastación urbana evidente más allá de ese patio. Después que nos presentaron supe que el joven se llamaba Gonzalo Ramírez y, al tratarlo brevemente, de inmediato hicimos una amistad que se sostiene hasta hoy sin fisura alguna. El poeta nos invitó a tomar lugar con su voz apagadita, evidentemente tropezada por el whisky y por los años. Yo estaba absorto mirando sus gestos, aguzando mis oídos para no perderme el mínimo timbre de sus palabras, recordaba nítido aquel verso: “Suenan como animales de oro las palabras”. Al rato advertí que el poeta mostraba una cariñosa aptitud paternal con mis amigos, no exenta de chanzas, de punzante ironía y entonces comencé a verlo distinto, a verlo como el hombre que era, tristísimo y jovial al mismo tiempo, enfático a veces y otras lacónico, suplicante, como el niño que escarba la claridad entre la oscuridad de las palabras, tal como en sus poemas, donde tal oscuridad queda escindida. Nada había en él de esa arrogancia maquillada de erudición avistada en otros escritores con los que me había topado en Sabana Grande y en los predios de la Universidad Central. Aunque la apariencia ebria del poeta lo negara: estaba frente al más grande poeta venezolano vivo: Juan Sánchez Peláez. Estábamos en su casa de Altamira.

Esto ocurrió a principios de los años 90, si mal no recuerdo en el 91, pero a Sánchez Peláez lo leíamos desde entrados los 80, un grupo de muchachos que abandonamos las aulas de clase decididos a ser poetas, en el desmedido afán de los que quieren interrogar al misterio sin saber que en eso se puede llegar a perder los ojos y el sentido, como le ocurrió a Edipo. Pocos eran los nombres a los que podíamos acudir entonces para que alumbraran la orfandad de nuestras sombras. En nuestro entorno sólo dos nombres, dos poetas, eran ya parte de esa luz intermitente que buscábamos ansiosos: Rafael José Álvarez y Paúl González Palencia, éste último, como el propio autor de Elena y los elementos, se había procurado su viaje a París en velocípedo, como gustaba decirnos en un viejo taller, tras una oriental de sexo ínfimo y la huella de la tropa que comandaba Bretón. Al primero lo teníamos como el oráculo que nos revelaba “la fórmula y el lugar” de la comarca en las cuencas vacías de una cabra que cruzaba el viento en la noche embrionaria de nuestras vidas. Entre las cosas que diferenciaban a estos dos poetas, una los hacía coincidir: ambos admiraban la poesía de Juan Sánchez Peláez y nos lo dijeron temprano como para que no perdiéramos la oportunidad de ver a través de la perla mágica. Pero fue uno de nosotros, Emilio Chirinos, quien vino una tarde, se plantó como un esgrimista dispuesto con filosa espada, abrió un libro de carátula insistentemente manoseada; apenas si nos dio tiempo de leer el título: “Un día sea”, y nos leyó pausadamente en algún punto de la soledumbre coriana, Profundidad del amor:

Las cartas de amor que escribí en mi infancia eran memorias
de un futuro paraíso perdido. El rumbo incierto de mi
esperanza estaba signado en las colinas musicales de mi
país natal. Lo que yo perseguía era la corza frágil, el lebrel
efímero, la belleza de la piedra que se convierte en ángel…


Cuando terminó todos estábamos henchidos de aire, como levitando, callados. Todo lo que ansiábamos, todo lo que estaba a punto de ocurrir y lo que aún no: los amores y los desamores; la mujer que buscábamos y la que nos salía al paso con la luz sedosa del deseo; el encuentro y desencuentro con el país en que nacimos; la esperanza y la desesperanza a un mismo tiempo como reloj de plomo fundido en el pecho. En el semblante un solo pálpito nos dibujaba el porvenir como ensoñación magnífica y atroz a la vez, porque después de esa lectura sólo quedaban restos de ignorancia en ceniza revuelta y el arrojo era intentarlo así todo pareciera estar hundido en nuestros bolsillos vacíos. A esto le sucedió algo así como un dejá vu. La turbina de esa resonancia sonaba aún adentro nuestro, seguro, distinta para cada uno antes de irnos a casa; todas las pequeñas victorias y las derrotas, incluso por sobre nosotros mismos, en mi caso, por sobre la comarca prejuiciosa de donde provenía, aldea indiferente que había preferido vivir de espaldas al mar y a sus poetas; todo ello estaba en ese canto; toda nuestra mínima comprensión de la vida, nuestro ínfimo átomo de claridad, toda la larga sombra de la incomprensión, de sabernos desprovistos, de sostenernos tan sólo en la palabra, de la que poco o nada sabíamos, la cual sospechábamos se nos había dado como maldición o castigo por desobedientes, por no querer ser lo que la familia quería, lo que la sociedad indicaba; instrumento que no sabíamos maniobrar y que sabemos nunca llegaremos a sujetar del todo, instrumento que ingenuamente creíamos ostentar desconociendo el inminente peligro o la volitiva gracia, como jugando con brasas del fogón familiar. Sí, en la lectura febril que iniciamos de la poesía de Juan Sánchez Peláez, teníamos un puño de luz en lo oscuro de nuestras sombras.


2

Transcurrían los años 80 , y en Venezuela eran los años en que un siquiatra cuyo nombre no voy a decir, tildó a la juventud de ese momento:“generación boba”, en la cual ninguno de nosotros quería reconocerse; juventud adocenada y alienada los más, sin sentido crítico de la realidad, pendiente sólo de las veleidades de la moda y el  pitico electoral por un lado, y por otro, los menos, los furtivos militantes de la rebelión política, sujeta ésta a los dictámenes de aparatos directivos antes que por decisiones colectivas de una verdadera voluntad de cambio. Los años del mayor despilfarro del erario nacional, años en que la corrupción política se quitó la máscara. En las aguas revueltas de una militancia juvenil de la cual habíamos desertado para tomar el incierto camino de la poesía; en la descomposición permanente de una sociedad decadente y sus gobiernos hipócritas, traducidos en lo que el dramaturgo José Ignacio Cabrujas denominara lucidamente “estado de disimulo”; en esas aguas tiznadas de tinte acomodaticio y oportunista en todos los renglones de la vida pública, sin distinción de parte ni arte, nadábamos quienes a contracorriente y por desencanto nos había dado por hacer versos, enamorados del vacío. Ahí íbamos despeinados, con nuestras raídas ropas leyendo poesía en las esquinas, intentando escribirla, para saber en todo caso, como Vallejo, que de esa nada sólo nos salía espuma. El escenario lo copaba la llamada poesía conversacional, que no era nada joven, pero que sin oposición crítica seria, siquiera grupal, se asumía como vanguardia aunque limitada casi toda ella a la realidad incidental de la capital; por lo que fuera de ésta nadie o casi nadie se sentía aludido, o alcanzado por esta poesía, con la quizá excepción de la escrita entonces por Armando Rojas Guardia, sobretodo en Poemas de Quebrada de la Virgen. Eran tiempos de tráfico, humo y confusión pues, pero nosotros seguíamos leyendo a Juan Sánchez Peláez como si se tratara de nuestro contemporáneo, como si se tratara del más cercano compañero de ruta, sabiendo que cuando él publicó su primer libro nos faltaba casi una década para nacer.

Esto, sólo lo puedo entender ahora así porque hay algo en la entraña, en la factura íntima de la poesía del maestro que la hará joven en nosotros siempre: su voluntad de transfigurarse en el enigma, en sus constantes revelaciones, ese escindir del misterio, buscando la “simple claridad”.


3

No vamos a repetir aquí los aciertos críticos que ha sumado la obra poética a la que nos referimos y que sabemos son muchos. Este nuevo acercamiento desde su poesía busca más su retrato humano y sólo quiere dar cuenta de una lectura íntima, más confesional que literaria, entre eso lo huidizo y lo permanente, como bien se refería el a la substancia poética que lo animaba. Hemos titulado este texto a partir de una imagen utilizada ya por Ludovico Silva en un ensayo dedicado al poeta. Esta imagen: “cabeza suficiente y alucinada”, calca la impresión que tuve cuando lo vi por primera vez. Suficiente el rastro de interioridad que alojaba debajo de la escases de cabello que parecía resguardarlo de la vulgaridad del mundo exterior, interioridad invisible desde luego, pero que imaginamos portentosa dentro de esa cabeza en la que sobresalía la afantasmada tristeza de sus ojos, así estuviera riendo con travesura de niño, en ejercicio constante de esa ironía suya, más afable que otra cosa, pero igualmente corrosiva, sutilmente corrosiva diría. Por alucinante: el brillo, el resplandor que salta a veces fulgurante y a veces opaco de sus imágenes, de esas adjetivaciones suyas  que desmienten a Huidobro: lebrel efímero, taciturno enigma, inocencia vertical, adjetivación sorpresiva, capaz de convocar extrañas evocaciones en su escritura y no obstante, dejar salir su límpida voz, sin evidenciar del todo la mudez de su oculta procedencia, esa filiación oscura que le circulaba por dentro como su sangre familiar, romántica y surrealista, pero que en él supo encontrar cauce único:

Humanos, mi sangre es culpable.
Mi sangre no canta como una cabellera de laúd.
Ruedo a un pórtico de niebla estival.
Grito en un mundo sin agua ni sentido.
Un día sea. Un día finalizará este sueño…

No podemos olvidar por nada que el medio donde emerge esta poesía estaba plagado de una impostada solemnidad proveniente de cierta poesía que aún se servía del trillado tono modernista, o bien de un servilismo poético ante todo lo que nos llegaba de España. Por eso, sus lectores fueron siempre los poetas, fueron éstos los que supieron encontrar la savia humana que alimentaba su aparencial hermetismo. Cada libro fue para él una tentativa de ruptura, de transformación necesaria. Nunca llegó a sentirse convencido de sus resultados, por eso no se repitió, no abusó de esas reiteraciones a las que fueron proclives otros poetas de su tiempo e incluso posteriores a éste. Las constantes de su poesía, el amor y su propensión mística; la mujer y su esencia transformadora; la memoria como ente restaurador del tiempo perdido, la infancia como estado de videncia primigenio, la vejez como consumación del vacío y la prometida gracia; la ensoñación como realidad subyacente; la libertad creativa como posibilidad sin límites de acceso a otros planos de la realidad, la fulgurante escisión de ésta en la escritura poética, no para negarla sino para afirmarla, van a estar siempre ahí, pero su tratamiento es nuevo en cada libro, hasta alcanzar esa “claridad simple” que siempre buscó:

Y este que soy yo: blanco y anciano en mi libro.


4

Como en el tiempo, no el lineal, ese fácilmente encerrado en las agujas del reloj, sino el poético, ese otro que escancia el misterio de vivir, vuelvo al principio. Esa misma noche, en su casa, el poeta nos prometió venir a Coro y lo hizo. Recuerdo el día como si fuera este en que escribo, día lento como sus gestos. Estuvimos en Cumarebo en un encuentro que se realizaba en la Casa de la Cultura. Cuando llegamos al auditorio y vio que estaba concurrido, que no había una sola silla donde sentarse, nos dijo con su aniñado tonito que no nos preocupáramos, pero cuando se percató de que todos los presentes aplaudían a los ponentes sin escuchar siquiera lo que decían, enseguida dijo: -No, no muchachos, en Sábado Sensacional no- . Aludía a un viejo programa de espectáculo televisivo. Nos hacía saber que no había allí el suficiente silencio como para leer poesía. No obstante le pregunté algo nervioso: -¿Qué pasa poeta?-. Él, sin descomponerse para nada, risueño, contestó: -Pregúntale a Gonzalito-. De inmediato éste me dijo lo que ya sabía. Claro, me lo dijo en clave jimeniana para bajar mi tensión: -Ni modo, Juan prefiere la inmensa minoría-. Seguidamente, al notar mi inquietud, el poeta se disculpó por poner en peligro nuestro ínfimo sueldo de promotor cultural, advirtiendo que no se negaba a conversar con un grupo de los presentes, aunque a decir verdad estaba algo cansado. Entonces se me ocurrió una idea, recordé que en las inmediaciones vivía un amigo, corrí hasta su casa y lo encontré con su niño en los brazos pues su mujer estaba indispuesta. Le pedí que nos prestara la sala de su casa para conversar con el poeta, al amigo le subió un inusitado brillo a la mirada cuando lo enteré de quien se trataba y fue al cuarto a consultar a su mujer, enseguida regresó sin el niño y acondicionamos la sala, luego salí corriendo y junto a otros amigos trajimos a los interesados en oírlo y algo de beber para hacer menos oficial la velada. El poeta estuvo dispuesto en conocer a la gente antes que a disertar sobre poesía, estuvo hablando de cosas cotidianas, terrestres antes que divinas, tanto así que cuando alguien le preguntó por la poesía, tocó el hombro de Gonzalito y dijo: -Con todo respeto le va a responder él, él sabe más de eso que yo, apenas soy un aprendiz, eso sí, sin llegar a convencerme de que lo soy, en poesía en la mayoría de los casos uno no sabe nada- , y dejó caer los hombros como niño desconsolado. Me reí para mis adentros de sólo saber que parafraseaba un verso suyo para tal fin, y me dije: vaya manera de responder sin responder, como la poesía misma. Entonces Gonzalito habló con lucidez sobre el asunto y cuando ya se extendía, el poeta lo tocó por el hombro de nuevo y le dijo: -Leemos ambos, porque me falta un poco de voz, ¿lo hacemos?-. La de esa noche fue una lectura magnífica, inolvidable para mí. Después, ya de vuelta, nos dijo que deseaba volver pero en otras circunstancias, de paseo preferiblemente. Benito Mieses que lo acompañó de regreso a Caracas al día siguiente, me enteró después que iba contentísimo, que no dejó de bromear durante el vuelo y compartir tragos en el aeropuerto antes de bajar a Caracas. 

La promesa de volver se cumplió un año después y lo hospedamos en un céntrico hotel. A mí particularmente me parecía que el tiempo no había transcurrido y que esta visita era sólo la prolongación de la anterior, pero era evidente que estaba más tocado por el irremisible tiempo. Por la tarde, cuando ya había descansado, lo fuimos a visitar y lo encontramos sentado en la terraza, le preguntamos qué tal la estadía y nos respondió: -Bien, me gusta el césped-. De nuevo nos hizo reír, pues el césped era artificial y tenía un olor desagradable. Hablamos de Coro, nos dijo que le gustaba su soledad, que le parecía ser elegida antes que impuesta, que se sentía bien entre la penumbra de sus calles estrechas, y era dable a oír ese, su silencio, “sepulcral”, agregó pero sin laconismo, más bien sonrió como si fuera otra broma suya. Cuando el se hundía ya en la inmensidad del horizonte la conversación se detuvo súbitamente y sólo al rato de quedarnos cual paletos mirando el crepúsculo, me pidió que lo acompañara al cementerio hebreo, me preguntó insistente por la tumba de Elías David Curiel, me dijo que quería ir aún cuando tenía disturbios estomacales y que eso le ocurría cuando Malena viajaba, ella por esos días estaba en Buenos Aires. Salimos del hotel y tuve la sensación de que salía a pasear a un afable fantasma, sólo le quedaban unos mechones de pelo que la brisa acariciaba y le hacía llevarse constantemente las manos a la cabeza. Cuando estábamos por llegar a La Alameda se fue la luz, algo frecuente en Coro, un apagón que tensión un manto de tiniebla sobre la ya oscura noche coriana, en la que sólo podía ver la tenue llama de sus ojos flotando frente a los míos sembrados de pena. Tomé como pude su débil mano para conducirlo de vuelta al hotel, caminando aferrados a las paredes como dos niños que acaso temían no encontrar el camino de regreso. Cuando se repuso la electricidad la lectura pautada se pudo dar en la habitación del hotel y agradeció por ello, no sin dejar dicho que estas circunstancias a veces sirven a la poesía. 

Cuando se marchó, con la mano levantada en la rampa del avión y la brisa enamorada de su breve melena, creí no volverlo a ver, pero unos años después, la vida nos trajo a un nuevo encuentro. Ocurrió en la Semana Internacional de la Poesía, en Caracas. Estaba invitado a leer y andaba en compañía del pintor Ernesto Zaléz, que por esos días había ganado la Bienal de Cuenca y lo celebrábamos. La noche de la apertura, cuando salimos él estaba recostado a una columna y le dije: -Poeta, nos recuerda-. Él se quedó mirándome un rato y me contesto: -Pues claro, ya pusieron la luz-. Ernesto y yo soltamos una carcajada, sabíamos a qué se refería. En los días que sucedieron a ese, pensé en el pase magnífico que el poeta dio de la oscuridad a la luz. Creo que Juan, así como había conjurado la oscuridad inicial de su juventud y conquistado esa claridad simple y profunda de su vejez, presente en Aire sobre el aire (1989), así mismo conjuró su muerte como el alquimista de la palabra que era. La conjuró digo, desde su presencia acechante humana y divina, eterna compañera en el sueño que hace real su presentimiento, huidiza y permanente muerte que teme la claridad de donde proviene; o bien, porque no hay muerte que la luz no borre y pudo ser ese caballo que lo visitó:

Un caballo redondo entra a
mi casa luego de dar muchas vueltas
en la pradera
un caballo pardote y borracho con
muchas manchas en la sombra
y con qué vozarrón , Dios mío.
Yo le dije: no vas a lamer mi mano,
estrella errante de las ánimas.
Y esto bastó. No lo vi más. El
se había ido. Porque al
caballo no se le pueden nombrar
las ánimas ni siquiera lo que dura
un breve, vertiginoso relámpago.

Un hondo espacio revelador que es a su vez el del sueño y el de la página, el de la muerte y la escritura. No se sale ileso de tal resplandor. Lo agradeceré hasta el último de mis días, como si fuera esta una donación de sangre gustosamente recibida en la orfandad, cual hilo de luz que nos invitaba a recorrerlo.




JUAN SÁNCHEZ PELÁEZ, nacido el 25 de septiembre de 1922 en Altagracia de Orituco, fue un poeta venezolano ganador del Premio Nacional de Literatura en 1976. Curso sus estudios primarios y secundarios en Caracas, y se dedicó a la docencia en Maturín, Maracaibo y el Estado Sucre. Vivió en Chile donde se relacionó con los poetas del Grupo La Mandrágora. Fue agregado cultural de la Embajada de Venezuela en Colombia. Asimismo, residió en París durante largo tiempo. Sánchez Peláez fue colaborador de numerosas publicaciones periódicas: Papel Literario (El Nacional), Zona Franca, Eco (Colombia), Revista Poesía (Valencia), Señal (París), Tabla Redonda, etc. Falleció el 20 de noviembre de 2003. Publicó las siguientes obras: Elena y los elementos, Caracas : 1951;  Animal de costumbre, 1959; Filiación oscura, Caracas : 1966; Un día sea, Caracas : 1969; Rasgos comunes, Caracas : 1975; Por cuál causa o nostalgia, Caracas : 1981;  Aire sobre el aire, Caracas : 1989; Aire sobre el aire, Carmona, España : 1993; Obra poética, Barcelona : 2004.